El llanto
- Camila Alejandra Sarmiento Espinel
- 12 ago
- 14 Min. de lectura
Actualizado: 13 ago

Desde el día que llegó sólo la oía llorar. De día y de noche lo único que llenaba el ambiente era el escurridizo llanto de ella penetrando cada rincón de la casa. Mi esposo parecía huir al trabajo cada mañana, dejándome a mí y el llanto todo el día, sin ninguna solución a la vista. La alimentaba, la arrullaba, la limpiaba, la cambiaba de ropa… Hacía todo pero el llanto no cesaba.
Esa mañana, como todas las anteriores, fue el llanto que me despertó y me hizo ir a rebuscar entre las cobijas la pequeña fuente del llanto. Mi esposo maldijo y se levantó, para dirigirse al baño y cerrar de un portazo. Respiré tratando de ignorar aquel comportamiento, para dirigirme al llanto y empezar de nuevo mi rutina. La alimenté, la limpié, la cambié, la arrullé, le mostré la ventana. Y ella sólo lloraba.
Cuando mi esposo encendió la ducha, la dejé en su sillita rodeada de juguetes mientras lloraba y empecé a correr con el desayuno. Alisté un nuevo biberón, hice el café y unos huevos. Ella lloraba mientras mi marido fingía leer el periódico tomándose su café. Yo apenas cuchareaba mi comida, moviendo la sillita para intentar calmar el llanto
—¿Y qué dijo el pediatra?
—Ya la otra semana termino los exámenes y me dirán si pasa algo o…
—No hay forma que este bullicio sea normal.
Asentí volviendo a mover la sillita, mientras él se ponía el reloj, guardaba el periódico bajo el brazo y se levantaba para lavar sus dientes. Yo por mi parte la levanté mientras lloraba y me fui al cuarto, para intentar arreglarme en medio de los gritos. Mi esposo salió gruñendo y reclamando que pida la cita del pediatra ya. Asentí yendo a darle un beso de despedida, pero me recibió el portazo de salida, que animó más el llanto. Volví corriendo al corralito donde lloraba, para levantarla y pasearla por todo el apartamento. Pero sólo se retorcía y seguía llorando hasta que tenía que volver a bajarla y buscar algún juguete cercano.
Después de probar con todos los juguetes, el llanto no cesaba. Tenía que hacer el almuerzo, por lo que volví a ponerla en su sillita y prendí la estufa. Corta los vegetales, alista el arroz, marina la carne, ve a balancear un poco el llanto. Cuando todo estuvo en los fogones, encendí la radio para ver si alguna canción la animaba a hacer cesar el llanto. La puerta sonó y la levanté. Bajé el fuego, encendí el extractor y abrí la puerta.
—Por amor a dios, Lucía.
—Señora Francisca.
—¿Cuánto más para parar ese escándalo?
—Yo… Es que en serio no sé qué más hacer.
“Diez de la mañana, treinta y un minutos. Mucha atención porque un homicidio se registró en la calle cuarenta y cinco”.
Ladró la radio desde la cocina. La olla exprés anunció que la carne ya estaba blanda y podía desmecharla.
—Es que no, Lucía. No se puede dormir, no se puede descansar. Todo el día con esa gritería, ya no estamos para esos trotes.
El llanto se intensificó cuando la olla exprés pitó.
—La entiendo, señora Francisca, pero le juro que lo intento y…
El teléfono en la mitad de la sala empezó a sonar anunciando una llamada. Ese ruido aumentó el llanto, si es que podía aumentar más. Tenía que apagar el fogón, contestar el teléfono, callar el llanto y atender a la señora Francisca. Caminé hacia atrás escuchando a la señora Francisca, para levantar el teléfono con mi mano libre.
“—Señora Lucía, que pena molestarla pero ya he recibido varias quejas del llanto constante en su apartamento…
—Lo sé, Torres. Me estoy esforzando, pero…
“—Yo sé que apenas está empezando, pero ya voy a tener que llamar a la policía si sigue así”
—No creo que sea necesario ese extremo…
“—Pues yo no quiero, doña Lucía, pero es que ya es demasiado. La gente ya está amenazando con hacerlo ellos y usted sabe que sería peor.”
—Permítame un momento.
Y corrí a la cocina, apagando el fogón para quitar la olla exprés del fuego y volver a la puerta.
—Yo la verdad es que estoy de acuerdo con los vecinos, Lucía.
—Le juro que no hay necesidad…
—Pues yo no sé, Lucía. Soldado advertido no muere en guerra.
“Once de la mañana en punto, mi gente linda que nos sintoniza. Pasamos a los eventos deportivos de la semana, ¿qué hay de nuevo en el mundo de los deportes, Jose?”.
Al fin doña Francisca se retiró con un gruñido cuando ella se giró hacia la puerta y empezó a llorar tapándose los ojos, para permitirme cerrar la puerta y volver al teléfono.

—Sí, dígame, Torres.
“—Yo no más le digo lo que me han comentado por ahí…”
—Entiendo, entiendo. Muchas gracias, estoy al pendiente.
Me tenía que tapar un oído para poder oír algo a través del llanto. Al fin colgué y la volví a poner en su sillita, estirando sus manitas hacia mí. Y mirándola, no pude más que correr a la cocina para bajar el fogón y dedicar otra ronda de intentos de calmar el llanto.
“Y ya faltan cinco. Faltan cinco minutos para las doce del mediodía. Vamos con los avances del medio día. Un joven murió apuñalado por un aparente robo de celular”.
Con la ola exprés ya liberada de la presión, abrí lentamente mientras tenía el llanto en el oído retorciéndose y parecía buscar una posición cómoda en mis brazos. La puerta sonó, las llaves entraron en la chapa y unos pasos firmes y decididos entraron hacia el comedor. Mi marido se sentó y me acerqué emocionada para que probara mis nuevas dotes culinarias.
—Pero es que esto ya es insoportable, Lucía, por favor. Desde el primer piso se escucha ese bullicio tan terrible y casi ni me dejan entrar cuando ya empezaron los reclamos. No, no, no, usted ya tiene que encargarse de esto y solucionarlo porque así no se puede vivir. —me dijo mi esposo mientras servía su plato, llevándola alzada mientras lloraba tras de mi hombro. Me acerqué para dejar un beso en su frente de saludo, pero se corrió y rápidamente llevó su tenedor a la comida. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, lo que llenó mis ojos de lágrimas y simplemente fui a la cocina. Tenía que huir porque cualquier otro ruido me iba a meter en problemas. La abracé arrullándola, pero era más a mí a la que consolaba con su pequeño cuerpo tembloroso por el llanto.
— ¡Lucía! —llamó desde el comedor. — ¡Lucía!
—¡Voy! —respondí con un grito en cuanto el aire volvió a mis pulmones, para abrazarla en medio de su llanto y asomarme al comedor.
—¡Apague ese verraco radio que tras de que tengo ese escándalo todo el maldito día, ahora también tengo el escándalo suyo!
Y no pude más que asentir entrando de nuevo, para oprimir los botones intentando que las lágrimas me dejaran ver algo.
—¡Lucía! —volvió a gritar repetidamente. En medio de mi propia agitación, empecé a golpear el radio hasta que las pilas se salieron y sólo se escuchaba el llanto al lado de mi oído izquierdo.
—¡Ya lo apagué, ya lo apagué! —respondí limpiando mis lágrimas. Ya había terminado de comer, por lo que me sorprendió su afán. Tiró los cubiertos en el plato y lo hizo deslizarse hacia mí.
—Todo tengo que hacer en esta maldita casa. Cansado de trabajar y no, a la doña le da por ponerse a llorar junto con la otra para completar el coro. ¿Esto me gano por partirme la espalda cada maldito día en el trabajo?
Y mientras cada palabra salía de su boca, se levantaba para dirigirse a la nevera y destapar una de las cervezas que había ahí. Sin más, tomó el maletín que siempre llevaba con los documentos del trabajo y anunció su salida con un portazo seco.
Enojada y frustrada, saqué el pezón de mi brasier y se lo puse en la boca para ver si llenando esa cavidad con algo al fin cesaba el llanto. Pero no, succionaba en un llanto bajo mientras su pequeño cuerpo temblaba junto al mío. Su rostro se llenó de sus lágrimas mezcladas con las mías, mientras la mecía y la abrazaba para llenar el hueco que le hacía llorar con mi amor incondicional de madre.
Porque yo la amaba, quiero que eso quede claro. Yo la amaba con toda el alma a pesar de que ella no pudiese ser consciente y no lo sintiera.
Se quedó sollozando junto a mí, que la acompañaba silenciosamente. El teléfono sonó, lo que nos asustó a ambas e intensificó el llanto.
—No, no, no — repetí una y otra vez pues ya prácticamente la estaba calmando. Lo descolgué lo más rápido que pude mientras volvía a sentarme con ella y volvía a poner mi pezón en su boca, pero ya no parecía surtir efecto. —Por favor, por favor… — volvía a repetirle una y otra vez, pero ella sólo quitaba el rostro de donde yo acercaba mi pezón y volvía a llorar histérica. Colgué con rabia aquel maldito aparato que arruinó mi único progreso en meses. Sollozaba, sollozaba tan bajito que aquel dolor intenso en mi cabeza ya empezaba a bajar.
La ambulancia pasó con la sirena a todo pulmón, causando que el llanto aumentara con un grito y yo me parara para mecerla por toda la casa intentando que volviera a la calma. Nada funcionaba, llevaba meses viendo cómo nada funcionaba y la única culpable era yo. ¿Qué clase de madre no puede hacerse cargo del llanto natural de aquel ser que dice amar? No importaban cuántos besos, cuántos abrazos y cuántas caricias impresas con todo el amor que yo poseía le dejaba en su piel. Ella hacía caso omiso a mis intentos y sólo lloraba desesperada por alguien que realmente la entendiera. Y esa no era yo.
El teléfono volvió a sonar uniéndose a la llamada desesperada de su llanto.
—¡Aló!
“— Señora Lucía, que pena molestar de nuevo.”
— ¡Estoy haciendo todo lo que puedo, maldita sea!
Y simplemente boté aquel mugroso aparato y volví con ella. Estaba llorando tan desesperada que podía ver en sus ojos aquella súplica silenciosa que yo, como su madre, no podía entender. Tanto su mirada como la mía se unían en aquella conversación ajena de palabras sobre la angustia que las dos estábamos experimentando. El teléfono volvió a sonar, pero yo no podía dejar esos ojos que me hablaban y me rebelaban el secreto. No podía dejarla ahora que al fin parecíamos conectar en medio de nuestras angustiosas lágrimas. El teléfono martillaba queriendo que perdiera la concentración que ella me estaba exigiendo. No dejaba de sonar, no paraba.
“tres de la tarde, ocho minutos. La tarde llega a la ciudad con un clima tormentoso. Se acercan nubes densas y parece que la lluvia es prácticamente asegurada en la ciudad”.
Gritó el radio desde la cocina, haciéndome levantar la mirada y perder la conexión con ella. El llanto volvió llenar cada pared de la casa, entre el sonido abrumador de interferencia radial y el timbre del teléfono.
—Perdón, perdón. No debí… Perdón, perdón.
Pero ya era tarde para disculparme, la conexión se había perdido y no sabía cuándo más volvería a recuperarla. No era justo, no era justo nada de lo que me pasaba cuando siempre quise ser una buena madre, una buena esposa, una buena vecina. La puerta sonó repetidamente, ya sabía lo que me esperaba.
Volví a verla, suplicando en silencio que volviera a hablarme, a confiar en mí. Lloraba junto a ella esperando una señal.
— ¡Dime algo! —gritaba una y otra vez mientras las gruesas lágrimas escapaban de nuestros ojos. — ¡Dímelo, dímelo!
Y sus manos se posaron en mis mejillas mojadas. Sus penetrantes ojos hablaron a gritos en mi cabeza, con una sola orden repitiéndose una y otra vez.
Al fin la lluvia parecía ser lo único que llenaba el ambiente cuando ellos llegaron. Abrí la puerta mientras la tenía en mis brazos. Eran cuatro agentes de policía, que me miraron un momento mientras yo arreglaba mi maquillaje corrido con el dorso de la mano, ofreciendo un saludo y una pequeña sonrisa.
—¿señorita Lucía?
—Señora. Soy casada. Un gusto, señor agente. ¿En qué le puedo colaborar?
—Los vecinos nos reportaron un llanto sospechoso proveniente de su residencia, señora Lucía. Queríamos asegurarnos que usted y la niña se encuentran bien. ¿Podemos pasar?
Fruncí un poco la frente cuando escuché lo que me decían los policías, pero asentí sin más abriendo la puerta enteramente para que los hombres lograran pasar de dos en dos. Inspeccionaron la casa de arriba abajo, mientras yo iba a la habitación de ella y tomaba una cobijita para acomodarla. Que los policías buscaran lo que quisieran, ni sé por qué estarían por aquí. Acariciando sus ojitos para quitar los rastros de lágrimas, la acomodé en su camita para que descansara al fin de aquella angustia que la dominaba. Estaba tan bella, tan tierna reposando en su cunita junto a sus juguetitos y con sus ropitas rosadas diminutas.
—Señora Lucía. —llamó uno de los policías desde la entrada de la habitación. Me giré aún con esa sonrisa enamorada que se me ponía cada vez que la veía. Hice una seña para que hicieran silencio, pues apenas había logrado que se calmara. El policía se acercó lentamente a la cuna, para verla con sus ojitos cerrados y aquella tranquilidad absoluta. Me sentía tan orgullosa, al fin la había entendido, al fin éramos madre e hija unidas por siempre.
—Nueve, cero, uno. ¡Tengo un nueve, cero, uno en residencia!
“Siete de la noche, cuarenta minutos. Mucha atención a toda la comunidad del norte de la ciudad. Se registra un nuevo y escabroso crimen en una de las unidades residenciales de alto prestigio. La policía encontró a una mujer, oigan bien, una joven mujer en su apartamento con el cadáver de su hija de un año y tres meses. Los vecinos llevaban comunicándose con las autoridades por presunto abuso infantil, pues reportan que la pequeña infante no paraba de llorar desde el día que había conocido su casa en esta unidad residencial. Se investiga a esta joven mujer de veinticuatro años por posible infanticidio. Noticia en desarrollo”.
Y desde ahí casi no recuerdo nada. Después de eso, lo siguiente que recuerdo es estar en la patrulla, pero no me dejaban verla. ¿Cómo iban a dejarla sola, sin mí? Les grité tanto como pude tratando de volver al apartamento a recogerla, pues no podía despertarse sin verme. Quería volver. Necesitaba volver y tenerla en mis brazos otra vez, pues ella no sería nada sin mí ni yo sin ella. Lloré horas enteras en aquella celda, suplicando que me dejaran volver. Mi marido no la cuidaría como yo lo haría, él no había tenido aquella revelación, no podría jamás conectar con ella como yo lo había hecho.
También se lo expliqué al juez, le dije que mi hija necesitaba de su madre y nadie parecía escuchar mis palabras, nadie parecía entender a lo que me refería con algo tan simple como la preocupación de una madre por su hija. Y también me tocó explicarle lo mismo a mi marido, que vino a visitarme y parecía ser otro hombre. Le dije dónde estaba la comida, sus juguetes favoritos, las horas para cambiarla y, eso sí se lo repetí mucho, que no olvidara sacarle los gases después de cada comida. Esperaba haberlo repetido la cantidad suficiente para que le hubiese entrado en esa cabeza suya y la cuidara bien mientras yo no estaba en casa.
—¿Es en serio todo esto, Lucía? —fue lo único que me respondió mientras sus ojos se llenaban de lágrimas por primera vez desde que conocía a ese hombre. Otra vez la confusión reinó en mi rostro.
—Es sólo mientras me dejan volver. Es tu hija también y ahora te tienes que hacer responsable para que esté bien mientras no estoy. Sólo mientras no estoy.
El negó levantándose de la mesa y llevando sus manos a sus negros cabellos. Casi pude ver que lloraba en silencio y quise levantarme a consolarlo, pero las esposas en la mesa no me dejaron moverme.
—¡Ya deja este maldito show, Lucía! ¡Eres una puta loca! —gritó de repente, haciéndome saltar en la silla sin entender nada. Negué una y otra vez sin poder dar crédito a sus palabras. Sabía que era frío y seco, siempre lo había sido, pero ¿insultos? Eso jamás había pasado.
—No… No creo que me merezca esas palabras tan…
—¡Sí! Si te mereces eso y mucho más. Lo que hiciste no tiene perdón de Dios, no tiene el más mínimo sentido. ¡Y aquí estás tan campante como si nada hubiera pasado! ¡Eres una puta loca sin corazón…!
Y su frase quedó al aire porque los guardias lo sacaron en el momento en que avanzó hacia mí para golpearme. No podía dar crédito a eso. Él nunca había sido violento, nunca me había levantado la mano ni para lo bueno, ni para lo malo. —Intentó pegarme… — susurré mientras miraba a los guardias totalmente en shock. Ellos no dijeron nada y sólo me llevaron a rastras a mi celda provisional, pero alcancé a ver a uno negando con indignación.
Después del juicio final, que duró un montón de tiempo, el juez declaró que yo no era mentalmente estable para ser culpable de lo que pasó, por lo que desde ese día estoy aquí. No me han permitido volver a casa y, por más que escriba cartas para decirle a mi marido que traiga a la niña, que ya la había logrado calmar y por eso tenía que estar conmigo, no responde y tampoco viene.
Los psicólogos y los psiquiatras son muy amables. En general todo el mundo es muy amable, pero ponen una cara rara cuando les digo que pueden ir a mi casa a conocer a la niña cuando me dejen salir. Les digo que es una bebita adorable, que nos conectamos ese día y que ahora somos inseparables aunque estemos lejos. Los psicólogos me preguntan mucho de ese día en que logré entenderla, que por fin fuimos madre e hija. Y yo feliz de hablar de eso, pero a veces me confunden con lo que dicen y me enoja. Un día uno me dijo que tenía que aceptar lo que pasó. Cuando le pregunté que qué era lo que tenía que aceptar, salió con un cuento que hasta hoy me indigna y me hace estar de mal humor cada vez que me toca hablar con él. Me dijo que, según él, yo había entrado en crisis ese día. Que tomé a mi pequeña hija, que lloraba desesperada, y traté de callarla. Como nada me había funcionado y estaba en una terrible crisis, me dice el loco ese que yo tomé con mi mano su cuello y presioné con tanta fuerza que la niña no pudo respirar más y que murió ahorcada por mí. Que en mi locura y desesperación, yo había recurrido a asesinarla para hacerla callar porque la presión era demasiada. Que después que la niña murió, yo seguí fingiendo que estaba viva y la usé como una muñeca hasta que la policía al fin pudo hacerme entrar en la realidad para que abriera la puerta y comprobar que estaba muerta.

Pero toda esa basura es pura mentira. Yo soy una madre entregada a su niñita y haría todo por ella, menos lastimarla. Cuando al fin logré que dejara de llorar, se durmió y simplemente fui a acostarla para que pudiera descansar, pues llevaba meses sin dormir por el llanto, seguro necesitaba una siesta reparadora. Y ya, eso fue todo. El resto no sé a quién se le ocurrió y creo que por eso me tienen en esta casa.
Después de la reunión grupal, al fin me dejan irme a acostar. Rezo a dios porque cuide a mi bebita y a mi marido mientras no estoy, pues hoy tengo una sensación rara que me ha molestado todo el día. Creo que aún no me acostumbro al silencio de este lugar, pues mi casa siempre estaba llena de aquel llanto suplicante por mi presencia. La extraño, la extraño como nunca y nuevamente pienso en escapar para volver, pero sería inútil. Me acuesto en mi cama con las manos en el pecho, pues aquella sensación me oprime el corazón como si intentara asesinarme. Rezo todas las oraciones que mi santa madre me enseñó antes de irse. Y cierro los ojos, cubriéndome con la única manta que me dieron para poder dormir.
Ya es media noche, al fin mi cabeza parece poder descansar. En medio de aquellos últimos rastros de vigilia, mis sentidos detectan algo a lo lejos. Me levanto y corro a la puerta sin dar crédito a lo que oigo.
—Enfermera, ¡Enfermera! —grito golpeando la puerta una y otra vez, pues sólo se puede abrir por fuera. Pero no parecen escucharme. Golpeo más fuerte la puerta casi enloquecida por poder salir de aquel cuarto. Necesito ir, necesito salir.
—¡Enfermera! —grito en total desesperación, para ver cómo la puerta desaparece frente a mí y un muro de cuerpos de blanco y azul celeste se abalanza a mí. Lucho, lucho con todas mis fuerzas para que me suelten y poder ir, pero no hacen más que tomarme de mis brazos y mis piernas para llevarme de nuevo a la cama. No puede ser posible, después de tanta espera.
—¡No, esperen! ¡Se los suplico! ¡SE LOS SUPLICO, NO, NOO! ¡TENGO QUE IR, POR FAVOR!
Pero nada parece servir. Lloro amargamente mientras el sedante entra en mis venas y siento las correas en mis manos y mis pies. Grito hasta desgarrar mi garganta para que me suelten, pues puedo escuchar cómo, al final del pasillo un llanto de bebé, de MI bebé, me llama para que vaya a consolarla nuevamente y que pueda dormir. Mi marido se va a levantar enojado, tiene que trabajar mañana y le molesta el llanto de la niña. Tengo que levantarme antes de que la escuche y se despierte. Tengo que ir a la cuna, tengo que arrullarla para que se duerma. Desde ese día ella me mostró cómo hacerlo, yo ya sé. No puedo dejar que llore más, tengo que levantarme. La niña llora, llora desde su cuarto, al final del pasillo. La escucho, escucho sus gritos pidiendo a su mamá, está desesperada, me necesita. Tengo que levantarme y…

FIN
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