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Las Manos De Inés

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Las miraba tan fijamente que ya la empezaba a incomodar. Incluso Inés se observó los guantes algo preocupara por esa mirada fija, que seguía cada uno de sus movimientos muy concentrado. Se cambió de silla para evadirlo, pero él no podía alejarse de ese par de bellezas huesudas.

Pero luego todo quedó atrás cuando se levantó con tranquilidad y fue hacia la puerta del autobús. Su mano subió lentamente por aquel tubo hasta que su dedo, largo y delgado pero lastimado por la artritis, oprimió suavemente el timbre y el bus se detuvo hasta permitirle descender. Caminó hasta su casa, moviendo las llaves entre sus dedos para distraerse del silencio y la soledad de la vía. Al entrar, su abrigo quedó colgando del perchero, para quitarse sus guantes con cuidado de lastimar las articulaciones hinchadas de sus dedos. Luego fue a la cocina, sirvió un poco de té caliente y fue hacia al piano, donde el recuerdo y la memoria eran su mejor compañía.

Abrió el panel del piano con delicadeza, aquel instrumento era un miembro de la familia para ella. Y tocó nota por nota con calma, escuchando cada sonido desde los sonidos más graves hasta los más agudos. Porque eso le hacía recordar a Joaquín y lo hábil que él era pasando sus dedos por las delgadas cuerdas de la guitarra suya. Y luego por ella misma.

Las manos de Joaquín… Incluso sólo el recuerdo, hacían que todo el cuerpo de Inés se estremeciera y sus dedos temblaran sobre las teclas. Con sus ojos cerrados pensó en él, en cómo era sentirse bailando entre los talentosos dedos de Joaquín. Y con ese sentimiento desbordante en su pecho, Inés hizo que sus manos empezaran a hacer sonar aquel instrumento, absorta en la melodía y la memoria. Pero un estruendo en la cocina hizo que el piano chillara e Inés se detuviera inmediatamente abandonando su ensoñación. Una mano gorda, grande y carrasposa  le rodeó la boca sin darle tiempo a reaccionar. Cayó en un sueño profundo sin imágenes o creaciones espectaculares.

Estuvo en la más pura oscuridad hasta que lentamente volvió a verse a sí misma acostada plácidamente en su sala. Pero aquella escena no sería tan pacífica como Inés esperaba, pues la mano de aquel gorila pasaba con ternura por sus dedos, tocándolos casi con miedo de que un roce fuerte las desvaneciera.

‒Yo… Yo te conozco ‒ murmuró Inés aterrada, recordando esos ojos en el bus que le habían perturbado bastante. Pero aquel enorme sujeto no hablaba, sólo miraba las huesudas extensiones de sus manos tan fijamente que Inés no pudo soportarlo y soltó un grito gutural. Fue entonces cuando aquella mano regordeta volvió a tomarla por el cuello, para arrastrarla por todo su apartamento hasta el majestuoso piano. La sentó con violencia, abriendo el panel del piano para dejar las teclas a la vista.

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‒Música ‒ordenó aquel enorme gorila, sentándose justo frente a ella. Pero Inés estaba petrificada. Miró las teclas y negó con los ojos cristalizados en lágrimas.

‒Si quiere dinero, todo está en mi bolso. No tengo más. Pero, por favor, no me haga dañ… ‒murmuraba Inés entre lamentos, pero aquel gorila interrumpió con un grito salvaje y un golpe tan fuerte al suelo que hizo saltar a Inés de su silla. Bañada en lágrimas, Inés acercó sus largos dedos artríticos al piano y tocó lo que sintió que sería su última sinfonía. Sus dedos temblorosos fueron tomando seguridad apenas la música fue tomando forma, pues las melodías del piano eran tan embelesadoras para ella que perdía la noción del tiempo y espacio cuando se sentaba a tocar ahí. Casi que Inés había olvidado su entorno hasta que unos gruñidos la interrumpieron. La gruesa mano del gorila subía y bajaba por su enorme pene con casi la misma velocidad en la que ella tocaba.

Inés se estremeció en pánico, interrumpiendo la belleza de su sonata al tiempo que un alarido manchaba de semen la madera pulcra de su piano. El gorila tomó las manos de Inés con fuerza, acoplándolas a la forma de su pene y fue tal la violencia con que tiraba de su pequeño cuerpo que Inés prácticamente perdió el conocimiento.

 

Días después, la exitosa pianista fue encontrada muerta sobre su piano en su lujosa casa de vacaciones. Lo escabroso del caso fue cuando Iván de la Rueda entregó una pequeña caja que encontró en la escena del crimen a la policía. Rosada y llena de corazones, la caja fue abierta por las autoridades y su interior dejó a los oficiales estremeciéndose de horror. Un par de huesudas manos podridas parecían estar sosteniendo un tubo invisible, bañadas en un líquido pegajoso y viscoso

 

Y el cadáver de Inés, tirado sobre su piano, descansaba silenciosamente sin más daño en su cuerpo que la ausencia total de sus talentosas y melodiosas manos.

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FIN

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