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En color violeta

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El día que América tanto temía llegó. Corría por el bosque mientras lágrimas caían de sus ojos, más por miedo que por tristeza. No podía pensar en estrategia alguna o nueva artimaña para escapar de esto, pues los ladridos de los perros se oían cada vez más cerca y el bosque empezaba a iluminarse con el fuego de sus captores.

Pero América no perdía la esperanza, corría con todas sus fuerzas mientras sus ojos hacían un esfuerzo demencial por ver mínimamente el camino que le esperaba por delante. Perdió varias de sus pertenencias, cayeron mientras corría entre las ramas, que parecían manos rapaces intentando robar todo lo poco que le quedaba después de la quema. Y ahora eran las raíces que parecían buscar voraces aferrarse a sus tobillos para traicionar la confianza que la noche le otorgaba.

Pero América no perdía la esperanza, no podía perderla. No ahora que, según lo que había oído, era la última que quedaba. No podía hacerles eso a las otras, sus muertes no podían ser en vano. Por eso seguía corriendo, intentando que las lágrimas no le nublaran más la visión, pero el tiempo estaba en su contra. En su siguiente paso, América sintió un pinchazo en el pie que le hizo gritar de dolor, cayendo y rodando por la colina. Intentó detener su caída, hacer algo por cubrir su cuerpo o protegerse, pero la gravedad parecía haberse aliado con sus captores.

Al fin se detuvo, todo su cuerpo dolía y le hacían sentir como si una turba hubiese desfogado su ira en ella, lo que no era una sensación extraña para ella. A lo lejos oía los ladridos triunfales de los perros, indicando claramente a los jinetes que ella estaba ahí. Y se arrastró por el suelo, pues en su mente lo único que tenía claro era una cosa: huir. Y si no podía escapar, al menos quería poder esconderse. Y por más que usó todas sus fuerzas para ir tras los arbustos, las luces cegadoras de las llamas y los cascos de los caballos haciendo temblar la tierra la rodearon, para tomarle por los brazos y arrastrar su dolorido cuerpo hacia aquel grupo de enfurecidos hombres. Su capa cayó y América sólo pudo cerrar los ojos con fuerza, absteniéndose de que el terror le hiciera abrirlos y delatarse. Tomaron su rostro con fuerza, haciendo que un grito ahogado de dolor escapara de ella, pero sus ojos se mantuvieron cerrados. Sus manos, por otro lado, buscaban con desesperación apartarse de aquella mano, pero la estaban sujetando, lo sabía. Gritaba y gruñía, queriendo escapar del destino al que había nacido predestinada. Pero ellos sólo querían que los abriera, se lo ordenaban a gritos una y otra vez.

Y América no mentiría si dijera que hicieron de todo para que su voluntad se rindiera a sus exigencias. Sintió su piel ser quemada, lacerada, rasgada, mordida y casi estaba segura que habían arrancado una parte de sí. Era necesario que fuera ella quién confesara, abriendo sus ojos y delatando su terrible secreto, pero América era más fuerte que eso. La jaula de su celda se abrió, escuchó una persona entrar y tirar de sus cadenas, lo que la hizo caer hacia adelante y, como pudo, intentar no caer estrepitosamente contra el suelo.

“Su tiempo ha llegado, no retrase más lo inevitable” murmuró la voz del sacerdote, mientras sentía el calor de las llamas cerca. Ella sonrió ante sus palabras, ahora ellos funcionaban al tiempo que América elegía.

“Las demás intentaron de todo, pero la evidencia es clara. Usted y sus hermanas… Todas son iguales”. Y claro que lo eran, todas eran fuertes, valientes, sin miedo a nada… Todas eran unas guerreras. Y América no iba a ser la excepción, lo había aprendido tan bien de sus hermanas que  era lo único que estaba en su mente: el valor.

La puerta se cerró, la respiración de América se aceleró ante aquel terrible presentimiento. Un paso, dos pasos. Tres pasos. El olor del hábito impoluto del sacerdote invadió sus fosas nasales, mientras que la cercanía mordaz le erizó la piel. Su respiración ensordecía sus oídos, pero no tenía otra arma en contra de aquel hombre. Y lo siguiente pasó demasiado rápido, su cuerpo cayó de espaldas, estaba atrapada tras un peso enorme, que la inmovilizó y le tomó del rostro como habían hecho antes. Pero esta vez sintió su párpado ser estirado con tanta violencia que parecía ya no tener opción.

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“¡Bruja!” fue lo último que escuchó antes de que la luz volviera a cegarla, mientras volvía a ser arrastrada hasta que la oscuridad terminó y el sol le invadió aun cuando sus ojos estaban cerrados. Ya no había más que ocultar, moriría con orgullo como todas sus hermanas. Sus ojos se abrieron de par en par cuando la cuerda rodeó su cuello, mientras la multitud enmudecía ante las pruebas contundentes. América mostró al mundo aquella evidencia que tanto la delataba: sus enormes y preciosos ojos color púrpura. Y eso fue lo que todo el mundo vio antes de que su cuello tronara y su última respiración saliera como el grito ahogado de sus hermanas.

Y la multitud enmudeció, el silencio invadió el lugar. En las montañas, a lo lejos, unos pequeños e infantiles ojos púrpuras conocían su destino. Era la siguiente.

 

Ese día América murió por el peor pecado que un ser humano puede cometer en este mundo: era diferente.

FIN

 

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