La Vida En La Pradera
- Camila Alejandra Sarmiento Espinel
- 13 ago
- 5 Min. de lectura

La pradera siempre fue mi hogar. Era lo que conocía, lo único que conocía. No era un lugar acogedor, pero era mío. ¿Y los peligros? En cada grano de arena. La pradera era un lugar hostil para quien no la conoce, para quién no aprendió a vivir en ella.
Pero nada ni nadie eran peores que ellos. Los monstruos venían de vez en cuando a la pradera, pero eran el terror de grandes y pequeños. El sólo hecho de percibir su presencia ya era motivo de pánico colectivo. Por suerte, mi mamá y yo siempre fuimos muy precavidos. Ella me enseñó a vivir y gozar de la pradera.
Pero un día la pradera nos traicionó.
Mi mamá siempre sabía qué hacer cuando los monstruos venían. Si alguien los sentía, mi madre sabía exactamente cómo y dónde esconderse para protegernos, para protegerme. Ella siempre decía: “Si cumples todas las normas de la pradera, ella como buena madre nos compensará”. Los hijos descarriados morían, la pradera era una madre protectora pero severa. No perdonaba ningún error.
Pero un día la pradera nos traicionó.
La llegada de los monstruos siempre auguraba algo malo. Siempre alguien salía de casa y no volvía. Siempre, y digo siempre, teníamos una dolorosa despedida definitiva. Aquel día no fue la excepción. Escuchamos los pasos y salimos huyendo como siempre. Mamá ya me había escondido, pero algo llamó su atención. Salió un momento del escondite, estirándose en toda su extensión para divisar la imponente pradera. No alcanzaba a verla, pero a su regreso entendí todo.
“Hay que correr”, me dijo apenas me levantó y, tan pronto como pudo, vi cómo la pradera pasaba por nuestro lado. Los demás praderinos también corrían despavoridos, como si los monstruos fueran pisándonos los talones.
“¿Son ellos?”, pregunté hacia mi madre, pero ella no parecía estar al tanto de mis palabras. “¿Son ellos, mami?”, volví a cuestionarle, intentando erguirme para ver lo que nos perseguía. Pero el grito ahogado de mi madre me devolvió a la seguridad de sus brazos mientras nuestro mundo se venía abajo.

Ese día la pradera nos traicionó. Los suelos fértiles de vida perdieron toda su humedad y toda su vida se evaporó junto al agua. Los árboles caían uno tras otro mientras veía a todos mis conocidos desaparecer entre una nube negra y espesa, que parecía devorarnos a todos. Cuando entramos a aquel infierno brumoso, la respiración de mi madre se puso pesada y agitada. Sus pasos, siempre calculados y certeros, eran cada vez más torpes y sacaban de mi garganta uno que otro grito ocasional.
Otro giro abrupto casi me aleja de su cuerpo, pero nada me asustó más que aquel ruido sordo que cayó justo al lado nuestro. El gran Poe.
Grité para llamar la atención de mi madre al ver a nuestro enorme amigo caer envuelto en el sólido humo y con una brillante luz cegadora que devoraba su cuerpo. Me cubrió los ojos mientras cruzaba repentinamente en varias ocasiones, lo que me confundió sobre la dirección que estábamos tomando. Conocía la pradera, sí, pero la desesperación de mi madre me hizo desconocer lo que llamé mi hogar por tanto tiempo.
El cielo se vino sobre nosotros, el sol devoró todo a su paso y lo último que pude ver fue aquel infierno que consumía todo nuestro alrededor sin dejar rastro alguno de vida. El humo negro se apoderó de todo y lo único que pude ver fue el tierno rostro de mi madre dejando un beso sobre mi cabeza. Me abrazó con tanta fuerza que casi no pude respirar, pero no hice más que corresponderle. La gruesa nube de la que huíamos nos cubrió por completo.
El día en que la pradera nos traicionó fue el último día que pude vivir en sus verdes pastos. El día que la pradera nos traicionó fue el último día que la vi.
Cuando desperté, el acogedor y amoroso cuerpo de mi tierna madre yacía a medio devorar a unos pasos del mío. Mi piel me dolía al punto que sólo quería arrancármela. Apenas y podía divisar lo que estaba a pocos pasos de la muerte. No. El sacrificio de mi madre no podía ser en vano.
Con pasos lentos y llenos de dolor, pude divisar lo que quedaba de la pradera. Aquellos verdes pastos, ahora resecos y amarillos, se enterraban en la carne viva de mis pasos. Llamaba a todos los que conocía, a gritos lastimeros por un poco de ayuda o compasión, lo que llegase primero. La muerte rodeaba todo lo que podía divisar, sin esperanza alguna de supervivencia. Todo a mí alrededor reflejaba el espíritu lúgubre que me invadía. Todo lo que conocía se había reducido a cenizas y humo. Se había ido irremediablemente y yo parecía condenado a vagar por este valle de muerte hasta fundirme con él.
El brazo que con tanta fuerza se había aferrado a mi madre ahora colgaba inundándome de dolor. Lo cubrí con delicadeza para facilitar mis pasos en búsqueda de ayuda, aunque el sólo tacto de mi mano con la piel del brazo ya me hacía gemir de dolor. La velocidad de mis pasos iba mermando hasta que el movimiento se volvió cosa del pasado. Rindiéndome a mi destino, detuve mi lucha junto a mis pasos y abracé mi dolorido cuerpo pensando en ella. Mi madre. Mi valiente madre, que usó todas sus fuerzas para salvarnos… Para salvarme. Ella, que con su amor y delicadeza siempre vigiló cada uno de mis pasos, que me enseñó todo lo que sé, que me alimentó todos los días y vigiló mi sueño todas las noches. Ella, que besaba mi cabeza con ternura mientras me llenaba de caricias para conciliar el sueño. Ella, tan bella ella. Mi querida madre, pronto volveré a verte y estar nuevamente en tus amorosos brazos.
Pero justo cuando creí que su calor ya rodeaba mi lastimado ser, uno de aquellos temibles monstruos corría hacia mí. Gustoso por al fin abrazar mi destino, esperé paciente a que la destrucción de aquellos monstruos me devorara. Sentí la calidez de una superficie delicada y húmeda. Mis heridas me hicieron aullar, pero la humedad de aquella suave superficie pronto calmó el dolor que me carcomía por dentro. Inevitablemente cedí a esa sensación de vida que se instalaba en mis heridas abiertas, dejando que me llevaran con ellos. Adiós madre mía, te amaré hasta que este viejo cuerpo no pueda más. Adiós, pradera mía. Fuiste mi hogar, mi protectora y la que me vio crecer. Te perdono tu traición, pues la sangre derramada por nosotros hoy será la belleza de tu esperanza mañana.

Desde ese día estoy aquí. La vida en la pradera es apenas un recuerdo borroso de una infancia perdida y lejana. Me la paso entre los 4 árboles que me asignaron mientras la vida trascurre tranquila. Monótona.
Cada 4 horas entra un cuidador y trae delicias para alimentarnos. Los demás también deambulan entre nuestro pequeño territorio, ya indiferentes a la vista de los monstruos tras aquella fuerza invisible. Ya ni siquiera les llaman así.
“Ahora pasamos por acá para admirar el adorable koala australiano” dijo una de las cuidadoras mientras me tomaba del árbol y me mostraba frente a los suyos. Me mantenía comiendo mis hojas mientras ella explicaba lo mismo de siempre. Cuando terminaba, todos hacían un ruido unísono y yo volvía a mi árbol. Ella acariciaba suavemente mi cabeza junto con un “lo hiciste bien, amiguito” lleno de orgullo. Así el ciclo iniciaba de nuevo y se repetía cada 20 minutos.
FIN
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